Manifiesto a favor del plurilingüismo
Catalán, gallego, vasco: nuestras lenguas comunes
00:07h. del Martes, 22 de julio.Un grupo de catedráticos y profesores de varias universidades constata que el castellano, lejos de estar en peligro, mantiene tales ventajas sobre el catalán, el gallego y el euskara que su exacerbada defensa sólo puede tener un móvil ideológico.
Asistimos en estos días a una nueva oleada de nacionalismo lingüístico español de la que el principal botón de muestra es el ’Manifiesto por la lengua común’ que ha promovido una veintena de intelectuales de prestigio. El texto en cuestión se asienta en certezas que nacen de aquello que, al parecer, no puede someterse a discusión, como ocurre, por lo demás, en muchos ámbitos de la vida de un Estado que presume de su condición democrática. En las disputas correspondientes adquiere singular relieve la Constitución de 1978, producto de un pacto en el que, en ámbitos sensibles como éste, se impusieron normas sin recabar la opinión de los afectados. Aun en el caso de que aceptásemos la condición inequívocamente democrática del referendo constitucional de aquel año, habría que preguntarse si tres decenios después no es legítimo reclamar, en sentido bien diferente del que invocan los promotores del manifiesto mencionado, una revisión de las normas entonces instituidas. Las cosas como fueren, es significativo que la nueva oleada de nacionalismo lingüístico español prefiera esconder que las reglas que hace suyas no son precisamente neutras.
Llama poderosamente la atención que las mismas personas que afirman con particular insistencia —y frente a toda evidencia, tal y como lo revelan las leyes que afectan entre nosotros a las lenguas— que los derechos no acompañan ni a éstas ni a los territorios, sino a las personas, no aprecien problema alguno en el enunciado que se ha convertido en guía principal del ’Manifiesto por la lengua común’: el de que, mientras todos los ciudadanos españoles están obligados a conocer el castellano —esto no es, al parecer, una imposición, sino un hecho cuya consistencia, sin más, "se supone"—, los hablantes de otras lenguas disfrutan, sin más, del derecho a emplear estas últimas. Si sobran las razones para concluir que semejante enunciación contradice palmariamente lo que afirma el artículo 139.1 de la Constitución en vigor —"Todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado"—, más inquietante es que en la España de hoy se dé por demostrada, al parecer hasta el final de los tiempos, la adhesión popular a reglas como la invocada, en un escenario en el que se hace valer una oposición cerril al despliegue de mecanismos que permitan conocer si la ciudadanía acata esas reglas o, por el contrario, las repudia.
Para el nacionalismo lingüístico español la lengua castellana es superior, cómoda, fácil y útil, virtudes todas ellas que son siempre el producto de circunstancias naturales, nunca de la imposición y la represión. Las lenguas de los demás son, por el contrario, molestas, arcaicas, antieconómicas y francamente prescindibles. Al tiempo que la defensa del castellano se ajusta por definición a un impulso democrático, la de las restantes lenguas responde —cabe entender— a espurios y cavernarios intereses marcados por esa felonía que identifica el ’Manifiesto por la lengua común’; si en las segundas se revelan por doquier los espasmos negativos de los nacionalismos, por detrás de la primera no habría, en cambio, nacionalismo alguno. La estrategia principal —no nos engañemos— apunta a ratificar la situación de incómoda marginación y minoría de las lenguas no castellanas, y a hacerlo de la mano de medidas que tienen un cariz visiblemente asimétrico. Baste como botón de muestra el recordatorio de que los firmantes del manifiesto que nos ocupa entienden que, aun siendo recomendable que en las comunidades "calificadas de bilingües" la rotulación de edificios y vías públicas se registre en las dos lenguas, en modo alguno podrá realizarse en exclusiva en la lengua propia del país en cuestión, sin que, por omisión, y cabe entender, se rechace la posibilidad de que la rotulación se produzca únicamente en castellano.
A los ojos de los nacionalistas lingüísticos españoles, la lengua común no se impone por la fuerza —tal horizonte es ontológicamente inimaginable—, frente a lo que ocurre, al parecer, con las lenguas no castellanas. Mientras se rechazan determinadas políticas alentadas por los gobiernos autonómicos –-que se limitan a reclamar para las lenguas respectivas las mismas prerrogativas de las que disfruta el castellano en Madrid, en Sevilla o en Valladolid—, se prefiere olvidar cómo, en el pasado y en el presente, medidas aplicadas a menudo con saña y violencia han beneficiado de siempre al castellano y explican, siquiera parcialmente, su condición de visible preeminencia contemporánea. Mientras se manipulan y magnifican, en suma, los problemas que los castellanohablantes puedan encontrar en algunos lugares, se esquiva toda consideración en lo relativo a la delicada situación en la que se encuentran el catalán, el gallego y el vasco, y ello sobre la base de la increíble afirmación de que los objetivos de dignificación de esas lenguas ya han sido, al parecer, satisfechos.
No consta que los nacionalistas lingüísticos españoles, de siempre interesados en defender en exclusiva su lengua, se hayan pronunciado en momento alguno en favor de los legítimos derechos de los hablantes de las lenguas no castellanas. Que en los hechos el principio de libre elección lingüística en el sistema educativo sólo se postula para los castellanohablantes lo certifica la ausencia, dramática, de toda consideración en lo que atañe a ese principio aplicado, por ejemplo, en las personas de los hablantes de catalán, gallego y vasco que residen fuera de los territorios en los que las lenguas correspondientes son oficiales. Al cabo parece obligado concluir que esas lenguas no son percibidas como propias, circunstancia que da al traste, de paso, con cualquier proyecto creíble de bilingüismo: llamativo es que, mientras los nacionalistas lingüísticos españoles se desenvuelven orgullosamente como monolingües en castellano, se rechaza que los hablantes de catalán, gallego y vasco puedan comportarse como monolingües en las lenguas respectivas. Lo que en los hechos se reivindica —un monolingüismo de facto— es percibido en cambio como una afrenta cuando se sobreentiende que es la apuesta de los gobernantes de las comunidades autónomas que disponen de lenguas propias.
El ’Manifiesto por la lengua común’ configura, en fin, una curiosa defensa de una lengua que pareciera no tener a su disposición ningún tipo de apoyo. Para certificar lo contrario ahí están la maquinaria del Estado, el sistema educativo, un sinfín de rancias instituciones, el grueso de los medios de comunicación, buena parte de la jerarquía de la Iglesia católica, el respaldo de intelectuales de prestigio y, en fin, las propias fuerzas armadas. Por si poco fuere, y a tono con los tiempos, el manifiesto que nos interesa recaba para sus promotores la doble condición de luchadores por los derechos humanos y de defensores de los desheredados. Pena es que, por muchos esfuerzos que se hagan, el texto no acierte a ocultar la defensa obscena de privilegios tan impuestos como asentados, y la ritual demonización, también a tono con los tiempos, de quienes disienten, paradójicamente tildados, a menudo, de fascistas y totalitarios. Que semejante campaña sea atizada, en suma, desde medios de comunicación y cenáculos de la derecha más montaraz dice mucho de su sentido más profundo.
Carlos Fernández Liria profesor de Filosofía UCM
Montserrat Galcerán catedrática de Filosofía, UCM
Pedro Ibarra catedrático de Ciencias Políticas, UPV
Juan Carlos Moreno Cabrera catedrático de Lingüística, UAM
Arcadi Oliveres profesor de Ciencias Políticas, UAB
Jaime Pastor profesor de Ciencias Políticas, UNED
Carlos Taibo profesor de Ciencias Políticas, UAM
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